lunes, 27 de marzo de 2017

Cuaresma y Caridad

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Escribe el sacerdote Jesús Rodríguez de la Vega, Delegado episcopal de Cáritas

(Iglesia de Asturias) Estamos ya a mitad del camino de este nuevo tiempo cuaresmal que se nos regala un año más. ¡Cuántas veces hemos escuchado que la Cuaresma es un tiempo de gracia porque nos trae a la memoria y nos sirve el alimento de la Caridad de Dios, tanto a nuestra vida personal como a nuestra vida comunitaria! Tiempo de gracia y de salvación porque nos da la ocasión de renovar en nosotros el encuentro con la misericordia de Dios que se desbordó y se desborda en la Pascua de Jesús, su Hijo, origen/fuente de nuestra verdadera identidad personal –somos y estamos llamados a vivir como hijos de Dios– y meta de nuestro peregrinaje por este mundo.

El tiempo de Cuaresma, entonces, más que un tiempo de ascesis en el que con nuestro esfuerzo alcanzamos un avance en la identificación con Jesús o ganamos una benevolencia de Dios, es un activo dejarse envolver por ese dinamismo del amor misericordioso de Dios que nos renueva, nos saca de nuestras noches, restaña nuestra heridas, nos hace gozosamente conscientes de nuestra vocación cristiana y nos lanza al encuentro con los hermanos y con el mundo, para ser sacramentos vivos de la misericordia que hemos experimentado. Sin duda que para esa salida necesitamos hoy interpretar y aplicar los clásicos consejos de la oración, el ayuno y la limosna.
La invitación de Jesús que escuchamos en estos días es así de radical: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. ¡No se conforma Jesús con poco! Y es que así como sólo la experiencia de la misericordia de Dios evita que nuestra fragilidad y nuestro pecado nos hundan en la desesperación, en la desconfianza y en la paralización infructuosa de una vida amoldada a nuestras limitaciones, sólo la misericordia personal y comunitaria, entregada con respeto y sencillez, puede abrir la fragilidad del hermano a la recuperación y vivencia de la nueva humanidad manifestada en Cristo. El encuentro y diálogo de Jesús con la Samaritana, que este pasado domingo contemplamos en la liturgia, nos indica el modelo de nuestra salida en misericordia al mundo y a los hermanos, para ayudarles a encontrar la fuente donde sacar el agua que pueda ir sanando su sed material y espiritual. El “sed misericordiosos” tal vez podríamos concretarlo en esas tres aptitudes con las que debiéramos vivir, personal y comunitariamente, toda nuestra vida; contemplar, acompañar e involucrar.
Cultivar esa mirada comprensiva que alcanza a descubrir dónde están las auténticas pobrezas, pero también las riquezas y posibilidades, de cada persona, para poder conectar con su verdadera situación, con su corazón. Aprender cada día a caminar al lado del otro en una relación gratuita, sencilla y paciente que nos ayude a transmitir de forma humilde nuestra complicidad y el asombro ante el misterio del otro. Y desde esa mirada comprensiva que nos ayuda a discernir evangélicamente y desde ese acompañamiento que se deja embarrar por la vida del otro, buscamos caminos para la integración en la comunidad. Integración progresiva, libre y deseada, que haga del hermano herido un testigo y comunicador de la misericordia de Dios que ha experimentado.

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